Y es que una crece y sabe que es mujer porque todo el cuerpo lo indica y tu mente lo respalda, pero en lo personal, el examen ginecológico fue lo que determinó mi condición de homo sapiens sapiens de sexo femenino.
Entro al consultorio y una camilla al otro lado del salón se ve totalmente fuera de lugar. Apenas irrumpo en ese lugar, sé que no pertenezco ahí. Me siento como intrusa en ese lugar tan pulcro y pareciera que el salòn quiere expulsarme. Pero es sólo mi idea, esto es necesario y tomo asiento sin pensarlo dos veces. Ella (la doctora) es amigable, datos generales y preguntas de rutina. De pronto y como jugando, estoy colocándome una bata tan delgada que daría lo mismo si no tuviese nada encima y lentamente me dirijo hacia la camilla. Ella dice que coopere, me relaje y respire. Yo miro al techo y me pregunto en qué momento me volví TAN mujer, qué demonios hago ahí y de pronto una sensación de entumecimiento me embarga. Entre toda mi confusión y mis deseos desesperados de convertirme en hombrecito (manotazos de ahogado), oigo que me dice que me relaje. Y tomo mucho aire, como si de esa inhalación dependiera la vida misma. Cierro los ojos y espero que pase, pero aunque nadie bajó la temperatura del aire acondicinado, en ese lugar todo es frío: sus manos, los instrumentos y mi cuerpo entero. Abro los ojos, miro a un costado y los dos algodoneros del cuadro norteño que adorna el lugar me sonríen y me regresan poco a poco a la realidad. La temperatura vuelve a la normalidad y todo ya va terminando. Ella sonríe amablemente y al verla me percato que tiene un aire a la algodonera del cuadro. La comodidad regresa y aunque salgo de ese consultorio sintiéndome una mujer propiamente dicha (para mi desdicha), atino a sonreír, porque en realidad es un alivio el que la tía de la primera menstruación no esté presente para celebrar inoportunamente esta ocasión.